Bajo mis gafas, ante la tenue luz de un candil ajado sostengo la pluma que vino y se va, cada vez más lejos, cansada de esperar que la negra tinta recorra su boquilla y empape el plumín. Y que surquen autopistas de letras encadenadas. Cada vez la luz ilumina menos, la noche se hace más oscura, agarro una botella del precioso licor dorado de los piratas con la esperanza de avivar la llama. Pero la negrura me llama. Y me atrapa.
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Y hay veces, en un momento dado de la vida, que abrigado al calor de un témpano de hielo, notas como el tiempo pasa sin demora, sin detenerse ante nada, bajo la impertérrita lágrima que cae de tu mirada. De pronto ves la alegría correr por los rincones de sus ojos, de los seis que viste nacer y es ahí, ahí cuando te das cuenta que no importa, que lo redundante de la importancia del tiempo es el ahora y el ayer que se fue y que ahí quedó, en lo hondo, te hizo ser lo que eres hoy.
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