Eran las cuatro de la tarde de la noche
de San Juan. Los termómetros marcaban los treintaisiete grados, el sol brillaba
y la brisa del Mediterráneo acariciaba mi tez. De
pronto sonó, renqueante y a duras penas mi viejo teléfono suplente. Maltratado
por el paso del tiempo, con la pantalla herida de lado a lado y olvidado en un cajón
gracias a su flamante sustituto. Tal vez por despecho o por venganza tuvo que ser el quien se encargara de recibir esa llamada.
Al otro lado, una
voz temblorosa y entrecortada, llena de lágrimas fue la noticia más inesperada
y dolorosa de mi vida. De pronto, el mar se paró, las olas no se atrevían a
romper, el agua empezó a secarse y el sol se puso
en mi rostro, estupefacto e inmovilizado por el pánico. Incliné mi cuerpo en la
toalla, en el pecho algo se había convertido en un erizo al que le crecían
todas sus púas hacia dentro y entendí a que huele el dolor, la desolación y la desesperanza. No huele sino a salitre, arena y crema solar.
Mi estrella me abrazó,
espantada por mi dolor dejando mis lacrimales correr, tal vez esperando a que
se enfriasen como el agua del grifo en verano mientras intentaba encontrar la
llave de paso.
En silencio
recogimos nuestras pertenencias y comenzamos el viaje dejando atrás unos
cuantos cangrejos cerveceros inconscientes de no saber la noche que les espera,
felices mientras se fraguan las primeras quemaduras solares.
Arranqué solo,
resoplando, intentando bajar las pulsaciones para
que el nerviosismo no me jugara una mala pasada. Al lado, mi estrella
preguntaba de cuando en cuando que tal me encontraba, con miedo a agobiarme,
con una templanza inaudita atenta y a su vez dejándome respirar.
El viaje comenzó como terminó, pausado, extremadamente pausado,
consciente de su final se alargó más de la cuenta. Los ríos de asfalto parecían
espesos y caudalosos y aunque la embarcación en la que navegamos estaba en
óptimas condiciones, tampoco quería llegar a su
destino.a su paso los árboles parecían ir más rápido que nosotros y las líneas
parecían estar a kilómetros unas de otras.
Estuve hallado,
ausente y con la mirada perdida, los oídos distraídos por una música
indiferente seleccionada con acierto y concentrado
en las imperfecciones de ese rio. Mis silencios los rellenaba mi estrella,
siempre a mi lado, hasta en mi más de las absolutas soledades sabía que decir.
Sus esfuerzos por calmar mi dolor eran infinitos. Sin embargo eran pocos
miligramos de analgesia para más de cien kilos de
desánimo pleno.
Comenzaba a
atardecer y estábamos solos en el asfalto, se ven carteles de frutas y verduras
que no tienen dueño, ni frutas ni verduras. Parece que hasta la carretera
acompaña a mi soledad más íntima, más pura, mas
llena de éxito en contra de muchas voluntades.
En cierto momento
me acordé de Dios, si existiera me ha arrebatado mi pasado, mi formación, mi
educación, mi personalidad forjada al calor de compañía, cariño y sabiduría. No
tenía derecho a tocarle. Fue una cobarde ese Dios
todopoderoso, incapaz de dirigirme la palabra a mí, otro más de sus
insignificantes mortales. Tal vez notó mi fuerza, mi rabia y mi desesperación y
se asustó de sus actos. Puede que fuera esto o que no estuviera en ninguna
parte.
Al fin llegamos a nuestro conocido destino, encontré muchas caras
como la mía: incrédula, paralizada con las cuencas de los ojos hinchadas y del
color de las amapolas, las fosas nasales irritadas cubiertas de cuando en
cuando por pañuelos de papel y no muy lejos unas
gafas de sol. Una sobresalía del resto. Sentada, derrotada y presidiendo la sala
sacó fuerzas de donde no las había para recibirme, levantarse y abrazarme
presionando fuertemente nuestras heridas por siempre abiertas.la sala estaba
llena de seres queridos pero pude sentir más
claramente su alma quebrada que las del resto también hechas hiel. Volví a
abrir la llave de paso mientras él descansa, orgulloso de haber sido, ser y
será hasta el día que nos encontremos donde quiera que sea, nuestra brújula de la vida, nuestro ejemplo, nuestra alma
Aaron
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