Volví a nacer cuando perdí el dolor de tus silencios,
cuando descubrí en el placer de tus miradas lo que
siempre enmarcaban mis sueños…

"En lo Hondo"
Gustavo GP

jueves, 14 de junio de 2012

Sodoma Y Gomorra


En el principio de los Tiempos, dos ciudades convivían a ambas orillas del río.  Las campanas  repicaban con un latido de bronce a ambos márgenes del Jordán. Se escuchaban los ecos de lenguas indescifrables, como dos relojes de arena que separaran sus orillas siete segundos, como siete catedrales.
Sodoma y Gomorra habían permanecido indiferentes la una a la otra durante siglos. Ignoraban su  presencia como un asesino ignora el dolor sufrido por su víctima, como un banquiero ignora el dolor causado.
Así fue hasta que se elevó la primera torre, o el primer minarete, o la primera atalaya; nadie recuerda ya el propósito, ni  qué ciudad emergió primero. Pero fue entonces cuando las dos urbes se reconocieron como iguales y supieron por fin que no estaban solas en la infinita llanura, que una semejante extensión de cubículos era penetrada diariamente por semejante muchedumbre de hombres al otro lado de los reflejos del río.
Y fue entonces cuando corrieron a encontrarse, a ritmo de andamios y de cimientos. Tardaron unos cuantos años, pero al final ambas lamían las veredas del suntuoso río. Se miraban asombradas con las ventanas muy abiertas, como dos bebés que ven por primera vez un rostro humano. Se husmearon, se exploraron, se tantearon y se tentaron. Conocieron el deseo ardiente de la piedra y anhelaron el tacto obsceno del adobe recién cocido.
Hasta que por fin se tendieron los puentes: de una sólida y contundente roca mojada. Y por los puentes galoparon todos los sentimientos enclaustrados… Besos. Besos violentos de labios como espadas, besos que querían vencer a la soledad quebrando muros y pieles, besos que tenían sed de puño y de fuerza y de movimiento en bruto, besos que necesitaban morder para sentirse de carne y diente, para sentir el mordisco ajeno y nunca más ser una sola boca. Y nunca más sentirse piedra sola. Besos de Judas.
Con el tiempo cesaron estos besos y vinieron otros, quizá más suaves pero no mejores ni más tiernos. Besos con sal. Diferentes, apaciguados. Creció una muralla que abrazó a las dos ciudades en un único gesto y ambas permanecieron entrelazadas mientras dormían sobre sábanas de blanco satén.
Pasaron los siglos como horas y los imperios como estaciones. Crecieron y murieron muchas lunas y muchos hombres. Las ciudades seguían durmiendo, soñando con las arquitecturas que las iban haciendo crecer. Soñando con vivir.
Cuando finalmente despertaron, encontraron los puentes demolidos y las orillas llenas de fusiles. Hasta el cementerio estaba dividido, aunque los cipreses de ambos lados fueran igual de tristes. Las familias separadas se encontraban a escondidas por la noche o enviaban cartas de contrabando. Y las dos ciudades sufrían indeciblemente porque las habían cercenado sin piedad ni miramientos. Las habían desolado
Un buen día, algún Dios de los Cielos o de las Aguas, o del los Fondos Monetarios decidió que el amor entre las dos ciudades era inaceptable y repugnante y que debía ser eliminado. Pese a que allí vivían diez o  veinte o treinta e incluso cincuenta hombres justos,  (raro por cierto) la ira divina cayó igualmente sobre todos, en forma de un infierno de fuego y azufre, y banqueros inmisericordes. Y así quedaron derruidas sobre la tierra Sodoma y Gomorra, sin más vida que las sombras aterradas que miraban hacia arriba un segundo antes de convertirse en estatuas de sal.
Sin embargo, la tierra bajo las estatuas aun oculta un extenso laberinto de alcantarillas compartido por ambas ciudades. Allí se guarecieron de la hecatombe muchos hombres y algunos perros. Ellos se están salvando  del diluvio y mantienen la guerra por la subsistencia y el poder. El subsuelo se ha convertido en su residencia habitual, en un Arca sin Noé.



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