Yo nunca me rendí a perder tu palabra,
yo nunca olvidé el eco de tu voz,
sigue, clavada en mi cual punzón gris.
A golpes contra la pared,
intento escapar de este mundo de cristal
rebosante de ruido y negro asfalto.
Cristal rojo teñido como sangre,
sangre alterada por un público
marmóreo de tinte artificial.
Miro la vida como se mira un cuadro:
dentro de el, una codorniz esconde su cabeza
en una maceta del color de la noche
sin prejuicio ninguno.
Sin hacer ruido, apago la lámpara
dispuesto a dormir, soñando tonterías,
buscando mi sitio entre ellas,
tocando un piano de cola hasta que me
lleven las estrellas.
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