Dejar que la imaginación vuele libre es lo más parecido a la libertad hoy en día. Que cada uno escoja el final que más se asemeje a su realidad.
Por allí, al final de túnel,
donde la luz es más candente.
Alejandro caminó lentamente,
reacio, por el pasillo que le había indicado el señor de la puerta.
Sólo recordaba la lluvia fría que
le empapaba el rostro ante la entrada de la cueva. El cómo y el por qué se
encontraba allí, no lo sabía.
Tenía la sensación de que se
hallaba en el umbral de una puerta mágica que atravesaba las leyes del tiempo y
el espacio, y a su vez le advertía de los peligros que suponían su entrada.
A la derecha del lúgubre corredor, encontró salas con los
recuerdos del pasado, esos que lo acosaban en sus sueños desde hacía algún
tiempo.
Salas con la ingenuidad que da la
niñez en el fondo, salas con la acelerada madurez obligada por una situación
familiar algo incómoda, y sobre todo, salas repletas de amor y odio, que
reflejaban una actitud repleta de insidia, prepotencia y abuso de poder
masificado y evidenciado en las caras de
la gente a la que miraba. Se dio cuenta que estaba solo, nadie había a su lado
ya. Y sabía perfectamente por qué. Tenía que volver, involucionarse a la
sencillez de ese niño que fue.
El dolor es cada vez más intenso,
la vida sería imposible si todo se recordase. El secreto está en saber elegir
lo que debe olvidarse y yo lo quiero olvidar todo y volver a ser ese niño
cándido que jugaba feliz en el corredor
de su corrala.
Y volvió.
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