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Nada más levantarse fue, desnuda a la balanza. Un ligero
movimiento de la aguja hizo que una mueca de desesperación y locura se
reflejara en el espejo del cuarto de baño, la cara de una persona
verdaderamente consternada: ¡37.5 kg.! Amelia sintió verdadero pavor, llegaba la frustración, se avergonzaba de sí misma. Se veía terriblemente
gorda. Se arrodilló y metió los dedos en su garganta una y otra vez, tan
profundo como pudo, en un espasmo desfigurado escupió verde en la taza del
váter. Emitió un alarido aterrador capaz
de espantar a la mismísima dama silenciosa que aguardaba con su guadaña
preparada tras la puerta. En la radio alguien cantaba. El aroma ácido aún
llenaba el cuarto cuando su madre la encontró tumbada en el suelo. Lentamente el
aliento se le escapaba y por su mente pasaba,
veloz como el viento, anagramas de lo que una vez fue
su vida.
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